jueves, 27 de enero de 2011

Un tranvía llamado deseo

Había casi dejado olvidada en el cajón la idea de subir la reseña de la escala que Un tranvía llamado deseo hizo en Valladolid, ya que se me solapó con el genial concierto de Standstill y pasaron los días y no me había puesto a ello... Además, salí del teatro con un desagradable sabor agridulce. Pero cuando empecé este blog me prometí que intentaría escribir algo sobre los conciertos y obras de teatro a los que asistiera, como un archivo personal, una verdadera bitácora con la que hacer frente a la desmemoria. Así que...

Lo del sabor agridulce se debió, fundamentalmente, a factores exógenos al montaje en sí, pero que afectaron de manera profundísima a mi capacidad para disfrutar del espectáculo. Asistí a la representación acogida por el Teatro Calderón el pasado viernes 14 de enero, con una entrada magnífica, de lleno. Eso sí, la media de edad del público era más que elevada, mayoritariamente gente muy mayor. Ello no me supone ningún problema, faltaría más, pero si me plantea una pregunta: por qué no acude más gente joven al teatro. en esta ciudad. Sé que Valladolid no es Madrid, pero sería un tema a estudiar. ¿Es un problema de programación? ¿de precio? ¿de simple inapetencia por parte de los jóvenes?



El montaje de la obra de Tennessee Williams, dirigido por Mario Gas, se sucede en un decorado único que refleja de manera nítida (o más bien transparente) el humilde apartamento en que viven Stella y Stanley y la calle de Nueva Orleans en que se encuentra, gracias al uso que para la escenografía se hace con dos planos a distinta altura, enriquecidos por los juegos de luz.  Aunque lo más destacable seguramente sea la pantalla que al fondo del escenario sirve para proyectar imágenes que, junto con la música, sirven para sumergirnos en el ambiente en que transcurre la historia: las noches tórridas y húmedas de un Nueva Orleans hermosamente decadente. Un montaje de corte clásico y que no deja de recordar muchísimo a la inolvidable película que en 1951 dirigió Elia Kazan.

La obra se extiende a lo largo de casi dos horas y media y en ningún caso se hace larga o pesada, lo cual siempre es un indicador (al menos para mí) de si la cosa va bien. A mi la obra consiguió sumergirme en el ambiente asfixiante en que sobreviven los protagonistas. Y el trabajo de conjunto de los actores me pareció muy bueno. Vicky Peña está sencillamente espectacular en el papel de Blanche. Al principio podía parecer exagerada por excesiva. Pero es que Blanche es excesiva, es un personaje que se encuentra en el límite, que es un vendaval: poderoso, magnético y destructivo. Tanto como puede serlo el violento Stanley, interpretado por Roberto Álamo.

Es imposible ver esta obra de teatro y, si se ha visto, no acordarse de la película de Elia Kazan en la que Stanley, una suerte de hombre duro en camiseta, es convertido por Marlon Brando en un mito. Y ese es el problema. En mi retina Stanley es Marlon Brando. El Stanley de Marlon Brando. Un ser primitivo, violento, físico, carnal, visceral… Roberto Álamo, actorazo que viene de dar vida a otro hombre rudo, el Urtain de Animalario (por el que recordemos que ganó el premio Max al mejor actor el año pasado) intenta crear su propio Stanley. Pero la sombra de Brando es alargada y yo, simplemente, no me lo creo. No percibo ese magnetismo que tiene atrapada a Stella.

Respecto del resto del reparto, tengo que decir que parece que todos están muy bien. Ariadna Gil bastante mejor de lo que me esperaba en su papel de Stella. Y el Mitch de Álex Casanova me gustó mucho.

Después de leer esto parece que la obra está muy bien (que lo está) y que disfruté muchísimo con ella, pero esto último no es cierto. Recordemos que antes hablé de sabor agridulce. ¿A qué se debió? Como comentaba al principio, fue producto de factores exógenos a la obra. A gran parte del público, en concreto. Sé que va a sonar exagerado y que puedo parece un esnob recalcitrante, pero es que desde que empezó la representación hasta que ésta finalizó no pasaron quince segundos sin que alguien tosiera, estornudara, carraspeara, se sorbiera los mocos... como si estuviera en pijama en el salón de su casa, machacando momentos de tensión dramática increíbles. Yo lo pasé mal como espectador, porque no disfruté de la obra. Pero lo pasé peor por los actores que, ahí arriba, desnudándose y entregándose con su trabajo eran eclipsados continuamente por la coral de toses. Nunca he visto nada igual. Se me quitaron las ganas de volver al Calderón (en el descanso me comentaba otro espectador que eso es, desgraciadamente, casi siempre así, al menos los viernes, cuando más abonados acuden). Arriesgándome de nuevo a sonar como un radical: si no estoy en condiciones físicas para atender a una obra de teatro, no voy (en unas condiciones así, morirse de la tos cada quince segundos es más molesto que el sonido de un móvil).

Eso o que una farmacéutica patrocine las representaciones y, al inicio y en el descanso, barra libre de Iniston per tutti.

No hay comentarios:

Publicar un comentario