martes, 22 de marzo de 2011

La caída de los dioses, según Tomaz Pandur: continente vs contenido

Este pasado fin de semana Valladolid ha estado situada en el centro del mapa escénico de este país al acoger el estreno absoluto de La caída de los dioses, última criatura del reputadísimo director esloveno Tomaz Pandur.


Antes de hablar de la obra, un apunte sobre un hecho que, de repetido, me enerva. En este país parece obligatorio pasar por Madrid para que el estreno de una obra de teatro, un concierto de música o la presentación de un libro tengan la relevancia que se merecen por lo que son, no por dónde se produce el evento. Mucho me temo que tendremos que esperar hasta finales de verano, cuando esta producción recale en la Naves del Matadero de Madrid, para ver una crítica publicada en los grandes medios de comunicación nacionales. También hay vida en “provincias”.

La caída de los dioses es una coproducción del Teatro Español con el Teatro Calderón de Valladolid (me parece estupendo que se embarque en este tipo de proyectos, por cierto) y el Festival Grec de Barcelona, basada en la película homónima de Luchino Visconti, y cuya traslación a las tablas es responsabilidad del propio Pandur.

He de reconocer que yo no había visto la película, lo cual puede repercutir de manera directa en mi percepción respecto a la obra. Conocía a grandes rasgos la línea principal del argumento: en pleno ascenso del partido nazi en Alemania, una poderosa familia de industriales se ve directamente afectada por los movimientos telúricos que este hecho llevó aparejados (desde el incendio del Reichstag hasta la noche de los cuchillos largos).

Pero, en líneas generales, podríamos decir que iba de casa sin ninguna idea preconcebida. Ni de la historia ni de cómo iban a contarme esa historia.

Empezaré por el cómo. La caída de los dioses se sostiene, bajo mi punto de vista, sobre dos grandes pilares: un montaje fastuoso (y presumiblemente caro, añado) y un trabajo enorme por parte de su elenco de actores.
 

Por lo que al montaje se refiere, el escenario es dominado por los colores de la bandera del III Reich: rojo (especialmente en las primeras escenas, por dos grandes alfombras que cruzan transversalmente la escena), blanco y negro (incluso en el vestuario). Al fondo, una enorme pantalla sobre la que puntualmente se proyectan imágenes (en blanco y negro) o que se tiñe de color (blanco o negro). Aunque el protagonismo del montaje recae en una larga cinta transportadora (como las de recogida de equipajes de los aeropuertos) que cruza de lado a lado la escena y sirve de elemento conductor para pasar de una escena a otra, introduciendo y sacando de escena tanto objetos del atrezzo (mesas y sillas, fundamentalmente) como a los propios actores. Junto a esto, destaca un enorme panel colocado en el plano vertical de la escena y que no sino un gran espejo que devuelve otra imagen (a la platea, si se está en “gallinero” este efecto no existe) de lo que sucede sobre el escenario, como mostrando las distintas filias, fobias e intereses creados de los Essenbeck. En general, la sensación que transmite tal escenografía en un comienzo es de desasosiego. Por lo aséptica (con una iluminación blanquísima), daba la sensación de estar en un quirófano o en un tanatorio. Desasosiego acrecentado por un pianista (vestido con uniforme nazi) que, situado a los pies del escenario, acentúa el drama con percusiones que, para mi, acabaron resultando molestas.

En relación al reparto, como dije, su trabajo refleja entrega y compromiso, y todos rayan a un alto nivel. Belén Rueda y Pablo Rivero incluidos (aquí sí que traía prejuicios de casa, por el pasado televisivo de ambos, entiéndase). Como Fernando Cayo, que jugaba en casa, o Alfredo Jiménez, o Emilio Gavira. Eso sí, alto nivel entregados a los histriones que, en términos generales, ha compuesto Pandur para ellos. Me resultan excesivos, me apabulla su histrionismo. Como me acaba apabullando la escenografía, un envoltorio lujoso para el que no ha sido preparado el que debiera ser el auténtico caramelo: la historia.

Repito: no he visto la película de Visconti. Aunque, como decía, el argumento no puede ser más sencillo. Sin embargo, aun conociendo el contexto histórico que rodea la historia, me pierdo. No sé de dónde vienen los personajes ni a dónde van; no entiendo qué les mueve a cada uno (en particular, no entiendo muchos de los matices de Martin, el personaje interpretado por Pablo Rivero) y soy de esas personas a las que poner en pelotas a un actor no suele ayudarme para entender la historia ¡Qué le vamos a hacer, soy un amante del teatro clásico!. Aunque también sé disfrutar de montajes menos convencionales (el que hizo Animalario para su Tito Andrónico me pareció, sencillamente, espectacular... ¡y eso que pusieron en pelotas a Alberto San Juan!).
 
Bromas aparte, sé que los miembros de esta familia de industriales (como toda la sociedad alemana, inoculada con el virus del fascismo) se ven engullidos por la espiral de poder y luchas intestinas que se desata dentro de las diferentes facciones del propio partido nazi, y la familia se rompe y se desangra (literalmente) de manera paralela. Pero, a decir verdad, no sé qué diferencia a unos de otros. En todos late una parecida apetencia por el poder, por el control, por el dominio... pero ni siquiera un distinto uniforme me sirve para diferenciarlos e identificar ese resorte que les mueve a actuar de la manera en que lo hacen.

De modo que las casi dos horas y medio de función (con descanso) se me hacen tan eternas como una interminable sesión de fuegos artificiales en la que el efectista espectáculo de ruido y color deja de tener sentido pasado un rato, al no existir ningún discurso que lo sustente y justifique. Aquí lo hay, pero acaba resultando tan plano y cansino como el ritmo de la famosa cinta trasnportadora. El continente aquí eclipsa al contenido, y eso a mi no me vale. Una decepción.

martes, 1 de marzo de 2011

La CNTC trae "El alcalde de Zalamea" al Calderón

Este fin de semana pasado llegó a Valladolid la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) para subir a las tablas del Teatro Calderón una excepcional versión de “El alcalde de Zalamea”, una de las cimas del teatro español del siglo de oro y obra más representativa (con permiso de "La vida es sueño", claro) del maestro que da nombre al escenario más emblemático de esta ciudad. Podríamos decir que don Pedro jugaba en casa.


La obra narra los acontecimientos que se suceden en esta localidad extremeña (aunque bien pudiera ser castellana, por el carácter de los personajes) cuando allí llega una partida de soldados que se detendrán buscando posada y descanso para unos días, alojándose en casa de los lugareños, labradores la mayoría de ellos. La historia se entreteje con los mimbres clásicos de las diferencias de clase, estamentales y de poder. Y el drama se desencadena apoyándose en uno de los pocos personajes femeninos que aparecen, anhelo de varios hombres, como el hidalgo o el capitán. Este último, herido en su orgullo por el rechazo de ella (Isabel) hace uso de su posición y su poder para acceder a su objeto de deseo. El abuso, el honor, la justicia... ingredientes tradicionales de un buen drama, presentes.

La versión que en esta ocasión monta la CNTC, dirigida por Eduardo Vasco, apuesta por dar todo el protagonismo al texto de Calderón y al trabajo de los actores. Sobre el escenario, únicamente una tarima que delimita la zona donde se va a desarrollar la representación y, a ambos lados, una serie de bancos corridos y sillas donde se van sentando y levantando los actores conforme salen o entran a escena, esa tarima, donde no hay más elemento escenográfico que un telón sencillo y neutro al fondo y el cuerpo de los propios actores, perfectamente caracterizados con su vestuario de época.

La acción se sucede sin pausa ni transición alguna; escena tras escena con un dinamismo natural absolutamente pasmoso, sin necesidad de aderezos extraños, sin más ayuda que la brindada por un sencillo juego de luces que se limita a subrayar la acción e invitar al espectador a mirar hacia un lugar determinado, y la música de una viola de gamba, tocada por una de las actrices para subrayar, asimismo, momentos cruciales de la representación.

Con estos ingredientes resulta una delicia disfrutar del personaje central de la obra, Pedro Crespo (qué bueno es Joaquín Notario), labrador humilde y próspero, inteligente y testarudo, justo y recto, íntegro y honesto. Y tan sabio como el refranero popular. Este hombre es un héroe que por mayor virtud tiene el sentido común y el valor de unas sólidas, profundas y nobles convicciones personales que son irrenunciables. Es, a la sazón, el padre de Isabel y el anfitrión del capitán, primero, y de don Lope de Aguirre en último término. Sus réplicas a las dagas del curtido general al mando de la soldadesca (con una personalidad similar, pero con otra posición), son antológicas. Pero la lengua de Pedro no se amilana ante nadie, ni el propio rey. Porque no hay posición social más elevada a la de la razón, patrimonio común de todos los hombres independientemente de la cuna. Y porque no hay más verdad que una (qué importa errar en lo menos cuando se acierta en lo más, ¿no?).

Tras ver una obra así (cima de la literatura) con un montaje así  (que hace palidecer a los excesivos "calixtosbieitos", con todos mis respetos) y unos actorazos así (inconmensurables; qué presencia, qué dicción, que musicalidad en el verso, que voz en el canto...) uno no alberga dudas de porqué existe y ha de existir algo como la CNTC, después de asistir a un ejercicio tan fenomenal de reivindicación y lustre de nuestro patrimonio cultural. Con todos mis respetos, esto demuestra que al teatro no le hacen falta ni el márketing de los rostros televisivos, ni los libretos de moda en broadway, ni los montajes excesivos e innecesarios.

Viva la razón. Viva la justicia. Viva el hombre. Viva Pedro Crespo, alcalde de Zalamea. Viva Calderón (y los clásicos). Viva el Teatro.