Este fin de semana pasado llegó a Valladolid la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) para subir a las tablas del Teatro Calderón una excepcional versión de “El alcalde de Zalamea”, una de las cimas del teatro español del siglo de oro y obra más representativa (con permiso de "La vida es sueño", claro) del maestro que da nombre al escenario más emblemático de esta ciudad. Podríamos decir que don Pedro jugaba en casa.
La obra narra los acontecimientos que se suceden en esta localidad extremeña (aunque bien pudiera ser castellana, por el carácter de los personajes) cuando allí llega una partida de soldados que se detendrán buscando posada y descanso para unos días, alojándose en casa de los lugareños, labradores la mayoría de ellos. La historia se entreteje con los mimbres clásicos de las diferencias de clase, estamentales y de poder. Y el drama se desencadena apoyándose en uno de los pocos personajes femeninos que aparecen, anhelo de varios hombres, como el hidalgo o el capitán. Este último, herido en su orgullo por el rechazo de ella (Isabel) hace uso de su posición y su poder para acceder a su objeto de deseo. El abuso, el honor, la justicia... ingredientes tradicionales de un buen drama, presentes.
La versión que en esta ocasión monta la CNTC, dirigida por Eduardo Vasco, apuesta por dar todo el protagonismo al texto de Calderón y al trabajo de los actores. Sobre el escenario, únicamente una tarima que delimita la zona donde se va a desarrollar la representación y, a ambos lados, una serie de bancos corridos y sillas donde se van sentando y levantando los actores conforme salen o entran a escena, esa tarima, donde no hay más elemento escenográfico que un telón sencillo y neutro al fondo y el cuerpo de los propios actores, perfectamente caracterizados con su vestuario de época.
La acción se sucede sin pausa ni transición alguna; escena tras escena con un dinamismo natural absolutamente pasmoso, sin necesidad de aderezos extraños, sin más ayuda que la brindada por un sencillo juego de luces que se limita a subrayar la acción e invitar al espectador a mirar hacia un lugar determinado, y la música de una viola de gamba, tocada por una de las actrices para subrayar, asimismo, momentos cruciales de la representación.
Con estos ingredientes resulta una delicia disfrutar del personaje central de la obra, Pedro Crespo (qué bueno es Joaquín Notario), labrador humilde y próspero, inteligente y testarudo, justo y recto, íntegro y honesto. Y tan sabio como el refranero popular. Este hombre es un héroe que por mayor virtud tiene el sentido común y el valor de unas sólidas, profundas y nobles convicciones personales que son irrenunciables. Es, a la sazón, el padre de Isabel y el anfitrión del capitán, primero, y de don Lope de Aguirre en último término. Sus réplicas a las dagas del curtido general al mando de la soldadesca (con una personalidad similar, pero con otra posición), son antológicas. Pero la lengua de Pedro no se amilana ante nadie, ni el propio rey. Porque no hay posición social más elevada a la de la razón, patrimonio común de todos los hombres independientemente de la cuna. Y porque no hay más verdad que una (qué importa errar en lo menos cuando se acierta en lo más, ¿no?).
Tras ver una obra así (cima de la literatura) con un montaje así (que hace palidecer a los excesivos "calixtosbieitos", con todos mis respetos) y unos actorazos así (inconmensurables; qué presencia, qué dicción, que musicalidad en el verso, que voz en el canto...) uno no alberga dudas de porqué existe y ha de existir algo como la CNTC, después de asistir a un ejercicio tan fenomenal de reivindicación y lustre de nuestro patrimonio cultural. Con todos mis respetos, esto demuestra que al teatro no le hacen falta ni el márketing de los rostros televisivos, ni los libretos de moda en broadway, ni los montajes excesivos e innecesarios.
Viva la razón. Viva la justicia. Viva el hombre. Viva Pedro Crespo, alcalde de Zalamea. Viva Calderón (y los clásicos). Viva el Teatro.
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