miércoles, 15 de diciembre de 2010

Todos eran mis hijos: drama, culpa y remordimiento

El viernes 10 y el sábado 11 de diciembre se representó en Valladolid la que probablemente sea una de las propuestas teatrales más interesantes de la temporada: "Todos eran mis hijos", dirigida por Claudio Tolcachir y protagonizada por Carlos Hipólito.

El lugar, el remozado Teatro Zorrilla, sobre cuyo escenario se representó la obra a lo largo de tres funciones (una el viernes y dos el sábado). En la última de ellas, a las 22.00 h el sábado, prácticamente se agotaron las localidades. Ello a pesar de los precios, ya que una butaca en la platea costaba la nada despreciable cifra de 30 euros (muy por encima de los 22 euros que costaba la entrada para haber disfrutado el estreno de esta obra en el Teatro Español, en Madrid, durante septiembre y octubre).

La historia de la recuperación del Teatro Zorrilla para la vida cultural vallisoletana puede resumirse en que, después de gastarse casi 10 millones de euros en la rehabilitación del edificio (de los cuales parte aportó la Junta) la Diputación Provincial, impulsora del proyecto, entregó la gestión de las instalaciones a una empresa privada que se encarga de rellenar la programación con mejor (este caso) o peor fortuna. Pero a precios de teatro privado, claro. Todavía tengo pendiente un post para hablar de las instalaciones de la ciudad...

"Todos eran mis hijos" es un espléndido texto de Arthur Miller con el que el estadounidense se gana con creces el título de dramaturgo. Ambientada en los años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial, la obra nos introduce en la vida de los Keller, una acomodada familia que ha hecho su fortuna gracias a la empresa familiar, una fábrica que durante el conflicto bélico se especializó en la producción de material destinado al ejército (fundamentalmente piezas usadas en los aviones de combate). Sin embargo, si la guerra les trajo el bienestar económico también se llevó a su hijo mayor, Larry, (desaparecido en combate hace tres años y del que nada se ha vuelto a saber) al que la madre, Kate (interpretada por Gloria Muñoz) se niega a dar por muerto.

Así arranca el drama, con una madre a la que, aparentemente, el dolor por la muerte de su primogénito ha conducido al terreno de la irracionalidad, del que el patriarca y siempre pragmático Joe (Carlos Hipólito) no parece decidido a sacarla. No sucede lo mismo con Chris (Fran Perea), el otro hijo de la pareja y hermano de Larry, un soñador, un idealista que representa la cara luminosa y optimista de una sociedad que se recupera de las terribles heridas de una guerra. Pero al mismo tiempo es realista: tiene asumido que su hermano está muerto e intenta convencer a su padre para que, juntos, hagan entrar en razón a Kate.

Conforme va avanzando la obra, con asombrosa naturalidad Miller va tejiendo una historia cruda y desgarrada, de algunas luces y muchas sombras, con unos personajes de gran densidad que se van a enfrentar a la tormenta que desatará la llegada de Ann (Manuela Velasco), antigua vecina de los Keller, antigua novia de Larry, hija del antiguo socio de Joe y a la que Chris ha invitado a regresar, tres años después, porque quiere casarse con ella. Durante esos años se han estado carteando. Juntos se han sobrepuesto a la muerte de Larry y al proceso judicial al que tuvieron que hacer frente sus padres como consecuencia de un suministro defectuoso de piezas que provocó que hasta 21 pilotos hubieran muerto por fallos en sus aparatos, y del que Joe salió absuelto y el padre de Ann culpable, pagánolo con la cárcel.

Sin embargo la sombra de la sospecha siempre ha sobrevolado la casa de los Keller, si bien el cinismo y los convencionalismo sociales asentados sobre la base del éxito económico de Joe y su empresa, hacen que la familia viva aparentemente integrada en el vecindario, gozando de supuesta buena reputación. Pero las cosas no son lo que parecen. Ni en el vecindario ni en casa de los Keller.

Los pilares fundamentales de la obra son, sin duda, el matrimonio Keller. Joe, el pragmático Joe, encarnación del sueño americano y padre y marido modélico que trabaja por y para su familia. Pero quien realmente mantiene unida a la familia y es capaz de mover todos sus hilos es Kate, tras cuya irracionalidad se esconde el conocimiento de una oscura verdad que ha ido carcomiendo su mundo.

La cobardía, la culpa, el remordimiento, el cinismo, la justificación de lo injustificable, la pérdida de valores... Todo ello forma parte de los ingredientes usados en la receta del drama humano que representa "Todos eran mis hijos".

Los actores están todos más que correctos, incluidos los secundarios. Pero, desde luego, mención aparte merecen Carlos Hipólito y Gloria Muñoz, que dotan a sus personajes, tan contenidos, de una variedad de matices y registros muy notable, transmitiendo verdad, inoculando en la audiencia el drama que se vive sobre ese escenario con un decorado tan clásico como efectivo: el plácido jardín trasero de la casa de los Keller, donde un árbol plantado en memoria de Larry acaba de ser arrancado tras una tormenta nocturna.

Respecto de Fran Perea y Manuela Velasco hay que decir que, a pesar de mis prejuicios, me han parecido muy convincentes. Pasados los primeros minutos de Perea paseando palmito por el escenario se descubre a un actor capaz de dar réplica (sin volverse invisible) al gran Carlos Hipólito.

Pero para mi la estrella principal de esta obra no es otra que el texto, el libreto de Miller. Increíble. De una potencia narrativa soberbia. Con una dosificación de los tiempos brutal. Con una naturalidad en el desarrollo de la historia, que se va abriendo como los pétalos de una flor, increíble. Los últimos veinte minutos mantienen a los espectadores en tensión, masticando el dramático desenlace. Un desenlace con sabor a culpa, a remordimiento... a drama.

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