El primer fin de semana de abril volvió a representarse en Valladolid La maldición de Poe, aclamado espectáculo de títeres de la compañía local Teatro Corsario con el que dejan al público absolutamente boquiabierto.
Creo que no había visto un espectáculo de títeres desde que era crío. Eran títeres clásicos, de los de cachiporra y buenos y malos; de los de risotada infantil y moraleja sencilla. De modo que, a priori, cuando se me habla de títeres pienso en un genero chico dentro del teatro. Humilde. Sin embargo, el arte de contar una historia dando vida a personajes de trapo, tela o látex tiene un horizonte mucho más amplio que el que se puede imaginar a priori, como cada año demuestran, por ejemplo, las compañías que venidas de medio mundo aterrizan en Segovia con ocasión de Titirimundi.
A Corsario los conocía fundamentalmente por su trabajo subiendo a las tablas teatro clásico del bueno (recuerdo El gran teatro del mundo; La vida es sueño; Coplas por la muerte; El mayor hechizo, amor; o Tito Andrónico) de la mano del tristemente desaparecido Fernando Urdiales. Pero no les había visto nunca en su faceta de "titiriteros" (más allá de pequeñas incursiones en alguna de las obras citadas, como en El mayor hechizo, amor, con la aparición del gigante Brutamonte), de la que es responsable Jesús Peña. Y eso que ya han sacado adelante tres aclamados espectáculos: La maldición de Poe, Vampirya y Aullidos.
La maldición de Poe desarrolla a lo largo de poco más de una hora una serie de escenas basadas en algunos de los más célebres relatos de Edgar Allan Poe. Como hilo conductor se valen de Edgar, el joven protagonista, enamorado de Annabel (Lee), y cuya historia de amor se ve condenada. La vida diaria de Edgar se transforma en un escenario de pesadilla donde, no obstante, hay espacio para el humor.
En cualquier caso, el guión o la historia acaba siendo un poco lo de menos. Lo verdaderamente espectacular, lo que deja boquiabierto al espectador es el tamaño gigantesco de estos títeres, muñecos que parecen cobrar vida por arte de magia. Se mueven como si verdaderamente estuvieran vivos, sin apenas intuirse dónde demonios está la mano que los manipula de manera tan genial (estos títeres se parecen, en este sentido, a los guiñoles que, durante muchos años, estuvieron apareciendo en canal+ ofreciendo una visión sarcástica de nuestra política). Ello se debe en gran parte a una magistral utilización de la iluminación, perfecta, tanto para contribuir a "esconder" a los manipuladores como a sumergirnos en esa atmósfera tétrica.
A ello hay que sumar la música, idónea para acompañar la acción en cada una de las escenas, que se van presentando al espectador a través de unos rótulos proyectados en dos grandes pantallas localizadas en los laterales del escenario y que recuerdan mucho a aquéllos del cine mudo. De hecho, sería una experiencia prescindir de la utilización de la voz para subrayar aun más ese marcado clasicismo, y en la medida en que muchas veces lo que se dice es "prescindible" (por cierto, las voces las ponen los mismos cuatro manipuladores que "resucitan" a todos los personajes que van apareciendo).
Pero, como decía, lo verdaderamente relevante es la factura técnica: impresionante. Hay una escena espectacular, soberbia, en la que se recrea el fondo marino. Sin palabras. Así que, mucho mejor, unas imágenes:
Experiencia recomendadísima. Al finalizar, todo el público que abarrotábamos la sala Miguel Delibes del Calderón aplaudimos a rabiar. Espero repetir pronto, con Aullidos.
A Corsario los conocía fundamentalmente por su trabajo subiendo a las tablas teatro clásico del bueno (recuerdo El gran teatro del mundo; La vida es sueño; Coplas por la muerte; El mayor hechizo, amor; o Tito Andrónico) de la mano del tristemente desaparecido Fernando Urdiales. Pero no les había visto nunca en su faceta de "titiriteros" (más allá de pequeñas incursiones en alguna de las obras citadas, como en El mayor hechizo, amor, con la aparición del gigante Brutamonte), de la que es responsable Jesús Peña. Y eso que ya han sacado adelante tres aclamados espectáculos: La maldición de Poe, Vampirya y Aullidos.
La maldición de Poe desarrolla a lo largo de poco más de una hora una serie de escenas basadas en algunos de los más célebres relatos de Edgar Allan Poe. Como hilo conductor se valen de Edgar, el joven protagonista, enamorado de Annabel (Lee), y cuya historia de amor se ve condenada. La vida diaria de Edgar se transforma en un escenario de pesadilla donde, no obstante, hay espacio para el humor.
En cualquier caso, el guión o la historia acaba siendo un poco lo de menos. Lo verdaderamente espectacular, lo que deja boquiabierto al espectador es el tamaño gigantesco de estos títeres, muñecos que parecen cobrar vida por arte de magia. Se mueven como si verdaderamente estuvieran vivos, sin apenas intuirse dónde demonios está la mano que los manipula de manera tan genial (estos títeres se parecen, en este sentido, a los guiñoles que, durante muchos años, estuvieron apareciendo en canal+ ofreciendo una visión sarcástica de nuestra política). Ello se debe en gran parte a una magistral utilización de la iluminación, perfecta, tanto para contribuir a "esconder" a los manipuladores como a sumergirnos en esa atmósfera tétrica.
A ello hay que sumar la música, idónea para acompañar la acción en cada una de las escenas, que se van presentando al espectador a través de unos rótulos proyectados en dos grandes pantallas localizadas en los laterales del escenario y que recuerdan mucho a aquéllos del cine mudo. De hecho, sería una experiencia prescindir de la utilización de la voz para subrayar aun más ese marcado clasicismo, y en la medida en que muchas veces lo que se dice es "prescindible" (por cierto, las voces las ponen los mismos cuatro manipuladores que "resucitan" a todos los personajes que van apareciendo).
Pero, como decía, lo verdaderamente relevante es la factura técnica: impresionante. Hay una escena espectacular, soberbia, en la que se recrea el fondo marino. Sin palabras. Así que, mucho mejor, unas imágenes:
Experiencia recomendadísima. Al finalizar, todo el público que abarrotábamos la sala Miguel Delibes del Calderón aplaudimos a rabiar. Espero repetir pronto, con Aullidos.