domingo, 26 de diciembre de 2010

Biutiful: retrato del dolor

Este fin de semana he tenido la oportunidad de ir al cine a ver Biutiful, la película de Javier Bardem y Alejandro González Iñárritu, estrenada comercialmente en España a comienzos de diciembre pero que ya fue presentada en primavera en el festival de Cannes.


Biutiful nos narra la historia de Uxbal, un hombre que, más que vivir, sobrevive atormentado por el dolor que define y ha definido su existencia: el dolor físico de una enfermedad terrible recién diagnosticada.; dolor por no haber conocido a un padre que murió lejos al tiempo que él llegaba al mundo; dolor por no tener apenas recuerdos de su madre, que murió pronto; dolor porque la mujer que ama y con la que ha tenido dos hijos sufre un trastorno mental que la convierte en otra persona; dolor por el incierto futuro que le espera a esos niños... Dolor propio que se filtra por los distintos estratos de su vida, consumiendo su existencia. Sentimiento que conoce bien a través del dolor ajeno, dada la capacidad que tiene para hacer de puente entre personas recién fallecidas y sus familiares, sumando gramo a gramo el peso de una carga cada vez más pesada y dolorosa, y a la que en última instancia se suma su modo de vida, apoyado en buena parte en hacer de intermediario entre inmigrantes ilegales desesperados y las mafias que los utilizan. Es consciente de su doble moral, de su cinismo. Se aprovecha de ellos tanto como los que están más arriba en la pirámide... Más dolor para sobrevivir o con el que sobrevivir.

La película está ambientada en Barcelona, pero no en la Barcelona cool que suele tenerse siempre en mente. Los escenarios de la película muestran la cara más oscura, áspera y sucia no ya de la ciudad, sino de nuestras sociedades. Es el patio de atrás del mundo en que vivimos, las alcantarillas donde malviven seres humanos venidos de todos los rincones del mundo y que se unen a los invisibles autóctonos.  Lo que no queremos ver, dónde no querríamos estar. Iñárritu se recrea en esta atmósfera sórdida, creando una brutal sensación de angustia y claustrofobia en el espectador, apoyado en una potente fotografía, aunque abusa (y mucho) de los movimientos de cámara.

Uxbal es un caramelo de personaje y, en manos de Javier Bardem, toma cuerpo y se hace real. Qué decir de este hombre que no se haya dicho ya (ganó el premio al mejor actor en Cannes). Está genial. Como siempre. Transmite ese dolor de Uxbal del minuto uno al último. Con una máxima contención. Él es la película (por eso decía al principio que ésta es la película de Bardem y de Iñárritu). Él es el encargado de conducirnos por ese teatro de los horrores, la cloaca que no queremos ver.

Por otro lado, hay que reconocer que el cine puede ser usado (y se usa) y puede funcionar muy bien (y funciona) como herramienta de denuncia. Como foco para arrojar luz sobre la oscuridad. Como pescozón a nuestras conciencias. Es así y me parece que está muy bien que sea así. Biutiful, desde luego, hace eso. Nos enseña cosas que no queremos ver. Nos dice: todos sois responsables de esto. No sólo los pragmáticos mafiosos chinos (que también tienen su familia, sus problemas vitales), el amoral hermano de Uxbal (espléndido Eduard Fernández, como siempre), el corrupto policía, el ruin empresario... el atormentado Uxbal. Todos son eslabones de una misma cadena y, por tanto, todos responsables de alguna manera de tanta miseria (física y moral).

Dicho esto, creo que a González Iñárritu puede pedírsele algo más, dado su historial. Porque viendo esta película, al margen del mal cuerpo que te deja, transmite la sensación de no ser algo nuevo, distinto, diferente a lo que ha hecho hasta ahora. Y aunque el drama en esta vida sea algo cotidiano, y el despertar nuestras conciencias algo loable, una vez hecho esto habría que dosificar talento e ir un paso más allá. Porque, si no, la historia se repite, se vuelve circular, y no hay salida al final. No hay posibilidad de enmienda, pese al propósito. No hay redención. Vence el cotidiano cinismo, la conciencia acomodada. El maniqueísmo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Todos eran mis hijos: drama, culpa y remordimiento

El viernes 10 y el sábado 11 de diciembre se representó en Valladolid la que probablemente sea una de las propuestas teatrales más interesantes de la temporada: "Todos eran mis hijos", dirigida por Claudio Tolcachir y protagonizada por Carlos Hipólito.

El lugar, el remozado Teatro Zorrilla, sobre cuyo escenario se representó la obra a lo largo de tres funciones (una el viernes y dos el sábado). En la última de ellas, a las 22.00 h el sábado, prácticamente se agotaron las localidades. Ello a pesar de los precios, ya que una butaca en la platea costaba la nada despreciable cifra de 30 euros (muy por encima de los 22 euros que costaba la entrada para haber disfrutado el estreno de esta obra en el Teatro Español, en Madrid, durante septiembre y octubre).

La historia de la recuperación del Teatro Zorrilla para la vida cultural vallisoletana puede resumirse en que, después de gastarse casi 10 millones de euros en la rehabilitación del edificio (de los cuales parte aportó la Junta) la Diputación Provincial, impulsora del proyecto, entregó la gestión de las instalaciones a una empresa privada que se encarga de rellenar la programación con mejor (este caso) o peor fortuna. Pero a precios de teatro privado, claro. Todavía tengo pendiente un post para hablar de las instalaciones de la ciudad...

"Todos eran mis hijos" es un espléndido texto de Arthur Miller con el que el estadounidense se gana con creces el título de dramaturgo. Ambientada en los años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial, la obra nos introduce en la vida de los Keller, una acomodada familia que ha hecho su fortuna gracias a la empresa familiar, una fábrica que durante el conflicto bélico se especializó en la producción de material destinado al ejército (fundamentalmente piezas usadas en los aviones de combate). Sin embargo, si la guerra les trajo el bienestar económico también se llevó a su hijo mayor, Larry, (desaparecido en combate hace tres años y del que nada se ha vuelto a saber) al que la madre, Kate (interpretada por Gloria Muñoz) se niega a dar por muerto.

Así arranca el drama, con una madre a la que, aparentemente, el dolor por la muerte de su primogénito ha conducido al terreno de la irracionalidad, del que el patriarca y siempre pragmático Joe (Carlos Hipólito) no parece decidido a sacarla. No sucede lo mismo con Chris (Fran Perea), el otro hijo de la pareja y hermano de Larry, un soñador, un idealista que representa la cara luminosa y optimista de una sociedad que se recupera de las terribles heridas de una guerra. Pero al mismo tiempo es realista: tiene asumido que su hermano está muerto e intenta convencer a su padre para que, juntos, hagan entrar en razón a Kate.

Conforme va avanzando la obra, con asombrosa naturalidad Miller va tejiendo una historia cruda y desgarrada, de algunas luces y muchas sombras, con unos personajes de gran densidad que se van a enfrentar a la tormenta que desatará la llegada de Ann (Manuela Velasco), antigua vecina de los Keller, antigua novia de Larry, hija del antiguo socio de Joe y a la que Chris ha invitado a regresar, tres años después, porque quiere casarse con ella. Durante esos años se han estado carteando. Juntos se han sobrepuesto a la muerte de Larry y al proceso judicial al que tuvieron que hacer frente sus padres como consecuencia de un suministro defectuoso de piezas que provocó que hasta 21 pilotos hubieran muerto por fallos en sus aparatos, y del que Joe salió absuelto y el padre de Ann culpable, pagánolo con la cárcel.

Sin embargo la sombra de la sospecha siempre ha sobrevolado la casa de los Keller, si bien el cinismo y los convencionalismo sociales asentados sobre la base del éxito económico de Joe y su empresa, hacen que la familia viva aparentemente integrada en el vecindario, gozando de supuesta buena reputación. Pero las cosas no son lo que parecen. Ni en el vecindario ni en casa de los Keller.

Los pilares fundamentales de la obra son, sin duda, el matrimonio Keller. Joe, el pragmático Joe, encarnación del sueño americano y padre y marido modélico que trabaja por y para su familia. Pero quien realmente mantiene unida a la familia y es capaz de mover todos sus hilos es Kate, tras cuya irracionalidad se esconde el conocimiento de una oscura verdad que ha ido carcomiendo su mundo.

La cobardía, la culpa, el remordimiento, el cinismo, la justificación de lo injustificable, la pérdida de valores... Todo ello forma parte de los ingredientes usados en la receta del drama humano que representa "Todos eran mis hijos".

Los actores están todos más que correctos, incluidos los secundarios. Pero, desde luego, mención aparte merecen Carlos Hipólito y Gloria Muñoz, que dotan a sus personajes, tan contenidos, de una variedad de matices y registros muy notable, transmitiendo verdad, inoculando en la audiencia el drama que se vive sobre ese escenario con un decorado tan clásico como efectivo: el plácido jardín trasero de la casa de los Keller, donde un árbol plantado en memoria de Larry acaba de ser arrancado tras una tormenta nocturna.

Respecto de Fran Perea y Manuela Velasco hay que decir que, a pesar de mis prejuicios, me han parecido muy convincentes. Pasados los primeros minutos de Perea paseando palmito por el escenario se descubre a un actor capaz de dar réplica (sin volverse invisible) al gran Carlos Hipólito.

Pero para mi la estrella principal de esta obra no es otra que el texto, el libreto de Miller. Increíble. De una potencia narrativa soberbia. Con una dosificación de los tiempos brutal. Con una naturalidad en el desarrollo de la historia, que se va abriendo como los pétalos de una flor, increíble. Los últimos veinte minutos mantienen a los espectadores en tensión, masticando el dramático desenlace. Un desenlace con sabor a culpa, a remordimiento... a drama.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Paco de Lucía: ARTE

De los Beatles sólo llegué a conocer el eco de su leyenda a través de los discos que dejaron grabados.; no tuve ocasión de ver el éxtasis de Jimmy Hendrix abrazado a su guitarra encima de un escenario; la introspección escénica de un Miles Davis dando la espalda al público mientras exhalaba su vida por una trompeta es algo que sólo he podido leer e imaginar; Freddy Mercury murió antes de que pudiera escucharle rugir en directo una única vez... Hay tantos y tantos mitos de la música... La mayoría ocupan su lugar en el olimpo, figuras agigantadas tras la muerte. Otros todavía viven e, incluso, es posible verlos de cerca forjar su leyenda (Springsteen, Rolling, U2...). Y hay alguna deidad musical que aun se hace cuerpo para que gente corriente, como tú y como yo, conozcamos el paraíso en la tierra. Paraíso hecho no música, arte.

Ver a Paco de Lucía en directo, a don Paco, al maestro, debe ser algo muy cercano a ver a Dios creando el mundo en aquellos primeros días. Paco es, sin duda, un creador. No hace música, hace arte. En poco más de dos hora mágicas te sumerge en un mundo de ritmos, de melodías, de sensaciones, de sentimientos, de música... De Arte. Un mundo que va edificando desde el fondo de la caja de su guitarra, desde la caricia virtuosa de esas seis cuerdas con las que es capaz de decir tanto.



Paco de Lucía recaló en Valladolid el pasado 6 de diciembre para dar un concierto memorable en un Polideportivo Pisuerga que presentó su aforo cubierto en unas tres cuartas partes. Se presentó en solitario sobre el escenario para afrontar la primera pieza de la velada y recordar por qué es considerado uno de los mejores guitarristas de la historia, un virtuoso. Un artista que trasciende estilos. Sin dirigirse al respetable en toda la noche (más allá de presentar al grupo que le acompañaba), dio comienzo a una suerte de evangelio propio.

Para ello, sentado en el centro del escenario, y una vez recibidos los primeros vítores y aplausos de la noche, se rodeó de sus siete apóstoles, siete artistas excepcionales que ejercieron de perfectos profetas secundando y extendiendo las enseñanzas artísticas del maestro, con las que el público comulgó de principio a fin. Qué delicia, qué placer asistir a algo muy parecido a una jam session en la que una pieza tras otra el talento, habilidad, arte, duende o lo que sea se trenzan, mezclan, completan, suceden... para formar un inigualable alimento para el espíritu. El diálogo entre las guitarras de Paco y Antonio Sánchez Palomo; el ritmo vertiginoso de la percusión de "el piraña"; el incalificable talento (no existen adjetivos) de Alain Pérez al bajo (todavía no me creo que se puedan hacer con este instrumento las cosas que hace este hombre); la genial armónica de Antonio Serrano; o las voces de los cantaores Duquende o David de Jacoba; y, por supuesto, los momentos épicos brindados por el baile de Farru. Todo ello dirigido por Paco y su guitarra, que asistía a semejante espectáculo con sonrisa complaciente, como si fuera un espectador más, como si aquéllo fuera un momento más, un concierto más.

Seguramente para él aquéllo no era más que la perfecta ejecución de un espectáculo debidamente ensayado y engrasado y que unos artistas brutales se encargan de pasear por el mundo. Visto desde el patio de butacas, sin embargo, aquéllo fue algo único e irrepetible. Y eso que nada sé de seguiriyas, tientos, alegrías, bulerías y palos del flamenco. Nada de cante. Nada de baile. Nada de flamenco. Pero supongo que la sensación con la que sales después de ver a Paco de Lucía debe ser muy parecida a la que se podría tener después de asistir a un recital de María Callas (sabiendo poco o nada de ópera), a una actuación de Louis Armstrong (sabiendo poco o nada de jazz) o a un concierto de la Filarmónica de Berlín dirigida por Zubin Mehta (sabiendo poco o nada de clásica). La magia universal de la música, supongo.

Vídeo de comienzo de concierto en cyltelevision
Galería de imágenes en nortecastilla

Vídeo de "Zyryab", de esta misma gira (Festival de Jazz de Leverkussen): parte 1, parte 2

viernes, 3 de diciembre de 2010

Please don't stop the music

El pasado sábado 27 de noviembre tuvimos el placer y la suerte de ver en Valladolid en concierto a Jamie Cullum, en el marco de la iniciativa impulsada por el Ayuntamiento "Grandes conciertos". Me gustaría hacer una serie de reflexiones relativas a este asunto, pero no quiero empezar este blog mezclando temas en su primer post. Dedicaré uno específco en el futuro.


Aunque, en un principio, cuando las entradas se pusieron a la venta, se anunció que el recinto que acogería el concierto sería el polideportivo Pisuerga, finalmente se optó por el Huerta del Rey, alegando que en la misma fecha el Balonmano Valladolid jugaba un partido de champions. No digo que no sea un motivo razonable, pero creo que detrás del cambio de escenario se escondía más bien la incapacidad de vender un número digno de entradas. En el Huerta del Rey nos dimos cita unas 1.500 personas, tirando por lo muy alto. Teniendo en cuenta que en sus otros dos conciertos en España Jamie colgó el cartel de "no hay billetes", desde el punto organizativo no deja de ser un fracaso.

En cualquier caso, desde el punto de vista de la acústica, supongo que tanto el Pisuerga como el Huerta del Rey pueden despertar los mismos recelos. No en vano, el bueno de Jamie nada más salir al escenario (a las 22.00 h, puntualidad británica) dedicó el primer chascarrillo de la noche al lugar elegido para el concierto (criaturita, venía de tocar en el Palau de la Música en Barcelona y, al día siguiente, iba a hacer lo propio en el Kuursal de San Sebastián; lástima que dejara Valladolid pensando que no tenemos más que un viejo pabellón... Lástima que se sigan perdiendo ocasiones para "amortizar" el auditorio Miguel Delibes)... Y hasta aquí los comentarios al margen del conciertazo que este "thirtysomething" con cara de crapulilla nos regaló.

Comenzó puntual. A las 22.00 h se apagaban las luces del pabellón y subían al escenario Jamie y los suyos (una banda acopladísima, soberbia, espectacular). El protagonismo para Jamie y su piano, lanzándose a los primeros acordes de "Photograph", con la que empezó a calentar esa fantástica voz de crooner que, unida a su virtuosismo al piano, lo convierten en un absoluto superdotado para esto de la música. Y bien que lo sabe. Sin un segundo que perder, atacó "I'm all over it now", el primer tema que desgranaría de su último disco, "The pursuit". Con él conseguiría arrancar las primeras palmas de un público entregadísimo que ya sabía bien invertido su dinero al finalizar el tercer tema: su versión del "Just one of those things" , con la que demostró lo bien arropado que venía con esos músicos geniales (mención especial para el contrabajo y la trompeta).

La gente estaba radiante, feliz, satisfecha... tanto que Jamie bromeó con que parecía que ya  teníamos suficiente... pero no era así. Ni nosotros ni él, que se olvidó del pabellón (por cierto, el sonido, contra todo pronóstico, bastante bueno) y de los huecos en las gradas y la pista, y se entregó a un público absolutamente enloquecido. Resulta que ese tipo con cara de niño malo y que viste vaqueros, deportivas, camisa, americana y corbata (pronto se iría despojando de estas últimas para quedarse en camiseta) no es sólo un virtuoso al piano con una voz increíble. Es un monstruo de los escenarios que acababa de desatar dos horas de puro espectáculo y buena música. Buena no, buenísima.

En todo ese tiempo Jamie cantó, chilló, habló, se hizo el gracioso, acarició su piano, lo aporreó, lo exprimió, se paseó por el escenario, corrió, saltó, cedió el protagonismo a sus compañeros en solos increíbles, levantó una y otra vez a la gente, nos hizo cantar, tararear, reir, dar palmas, chasquear los dedos, seguir el ritmo con los pies, saltar, vibrar... disfrutar de la música y el espectáculo.

De los muchos momentos del concierto, me quedo con la interpretación de "If I ruled the world", que por momentos llegó a poner los pelos de punta al personal, especialmente cuando su figura recortada sobre el piano era una sombra en el contraluz de un foco blanco (el resto del escenario apagado) al tiempo que, con sutileza, iba sacándole una nota tras otra a su piano recordando, salvando las distancias, eso sí, momentos del legendario "Kölhn concert" de Keith Jarrett.

Hay que decir que la escenografía resultaba tan sobria como eficaz, reflejando esa mezcla de estilos característica en la música de Cullum (meritorio puente entre el clasicismo y lo moderno) y el protagonismo del piano al que, como sugiere la portada de "The Pursuit", parece que Jamie pudiera hacer explotar de un momento a otro. Así, al fondo del escenario se encontraban una serie de tiras metálicas que colgaban de arriba hacia abajo simulando ser las cuerdas de un piano. Tras ellas estaba la pantalla sobre la que se proyectaban las imágenes que, en directo, iban capturando de la actuación dos cámaras, con encuadres bellísimos, jugando con el blanco y negro. Todo cabía en las tripas de ese piano mágico.



Geniales fueron también los prolegómenos de "Twentysomething", con Jamie "fucking around" al piano persiguiendo la inconfundible melodía del temazo; o la siempre íntima y cálida "What a difference a day makes"; o la apoteosis final, con el último bis (la versión del "Wind cries Mary" de Hendrix) y todo el pabellón viniéndose abajo al acabar (¡fuimos un público awesome!).

Aunque el tema sea de Rihanna, y fuera Jamie quien lo interpretara, él sí que se merece que se le cante eso de "please don't stop the music". Un lujo de concierto.

Aquí está el setlist:

Photograph
I’m All Over It Now
Just One Of Those Things
All At Sea
If I Ruled The World
Next Year Baby
20 Something
Don’t Stop The Music
Mind Trick
What A Difference A Day Makes (with birthday boy Rory
Simmons on Flugel Horn)
Frontin’ (JC & Chris)
But Not For Me
High & Dry
Mix Tape
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These Are The Days/Wind Cries Mary

En spotify: Jamie Cullum - Setlist (Valladolid 27/11/2010)

Galería de imágenes en elnorte